Los sanatorios encantados del Guadarrama

Los sanatorios de la Sierra de Guadarrama cuentan con una larga tradición de historias sobre internos que murieron allí

`De leyenda´
Por Rosa Alonso

El Sanatorio del Ángel, Hospital Hispano o el de La Tablada son sólo algunos de los centros especiales que durante el siglo XIX poblaron la Sierra de Guadarrama. En ellos, cientos de enfermos de tuberculosis, silicosis y enfermedades como el SIDA, no diagnosticadas hasta mucho tiempo después, convivieron con aquellos que perecían en extrañas circunstancias o preferían la llamada de la muerte a una vida miserable llena de dolor.

Primeros síntomas

Había contraído tuberculosis al cumplir cinco años. Una mañana amaneció empapada en sudor a causa de una fiebre altísima y comenzó a toser. Los vecinos de la casa familiar no tardaron en enterarse, ya que en palabras de su madre “algo peor que la peste había entrado por la puerta”. El dinero de su padre ayudó a que por su habitación pasaran los mejores médicos de la ciudad y alguno llegado del extranjero. Todos coincidieron en que no había sanación posible más que trasladarla a un lugar situado a gran altitud. Creían que así la sangre llegaría mejor a los pulmones y éstos sanarían por sí solos con el paso de los meses.

La llevaron a un hospital para que se curara lejos de Madrid, a las montañas. El médico de mayor alcurnia, que la atendió en primer lugar, anunció que “sólo el aire fresco sanaría sus males”. Su padre no permitió que se llevara su ropa ni sus fotos y sólo pudo agarrar, en el último momento, su viejo muñeco de trapo, que llegó sin brazo izquierdo y con el vestido hecho harapos.

El viaje hasta el que sería su nuevo hogar fue placentero, pues, por primera vez, pudo ver de cerca ovejas, vacas y caballos, que pastaban tranquilamente cerca de los árboles. Le hubiera gustado poder tocarlos, aunque fuera sólo una vez. Al llegar a la habitación, lo primero que hizo fue abrir la ventana y disfrutar de las colinas y montañas que se le antojaban muy altas.

Entre cuatro paredes

No estuvo mucho tiempo ingresada en el hospital aunque durante su estancia los días se le hacían eternos; los gritos de los demás pacientes, las súplicas a las enfermeras no escuchadas y la insoportable espera entre medicinas acabaron con su cordura. Al final, cuando ya no tenía fuerzas, aceptó la oscuridad que venía a visitarla prácticamente a cada instante.

Sucedió muy rápido. Simplemente, ya no hubo más luz, sólo sombras. Cuando abrió los ojos volvió a encontrarse en su habitación pero, esta vez, podía levantarse y recorrer libremente todas las habitaciones. La fiebre había cesado y la tos no la importunaría más. Por fin, no tenía ni correas que la retuvieran, ni cuerpo que le atara al suelo.

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