El Vía Crucis de Robledo de Chavela

Existe una vieja historia en Robledo que recuerda la huída de los moradores de un bastión que no libraron batalla al desvanecerse en la noche. ¿Cómo escaparon de una muerte segura?

`De leyenda´
Por Rosa Alonso

Mucho tiempo antes de la edificación de la Iglesia de la Asunción de Nuestra Señora, se alzaba en Robledo de Chavela el castillo de un señor feudal. Todas las noches en la torre más alta, arropados por la mirada de la Sierra de Guadarrama, ocho soldados confiaban a Dios su suerte mientras velaban el sueño de su amo. Así comienza la leyenda del Vía Crucis…

Una noche más comienza la guardia. El capitán pasa lista a la escolta e indica las últimas instrucciones. “La mirada al frente, la fe en Dios y el valor en el corazón”. Son las consignas que recibe el pequeño regimiento. Las pocas estrellas del cielo son testigos de la escena y, divertidas, predicen la vuelta del bajito barrigudo con aires de mariscal junto a su esposa en el hogar, si bien una alcoba conocida pero no la primera de la noche. Los ocho soldados en formación inician la marcha entre las almenas. Cada paso marcará los segundos y los bostezos mal disimulados los minutos que falten para el alba.

Las horas pasan y el sueño se hace más presente. Hasta las estrellas, cansadas de contemplar la misma escena, repetida una y otra vez, han desaparecido en busca de nuevas aventuras. Los ocho soldados continúan su marcha a ninguna parte. De pronto, creen haber visto una luz a lo lejos. La Sierra de Guadarrama se ilumina para ellos, pero la vista no alcanza a enfocar a las figuras que avanzan a gran velocidad. Ya están más cerca. Van a caballo y portan cuerdas y antorchas. Adivinan su intención: un incendio o la rendición inmediata de los habitantes. No habrá piedad, sólo victoria o muerte.

Se ha despertado el amo que aparece a medio vestir. Un terrible sueño le ha arrancado sin piedad de su descanso y, aunque ha luchado con toda su voluntad, nada ha podido hacer contra él. Loco de pavor contempla la escena. Los desalmados ya han prendido los primeros focos y las cuerdas y escalas han sido lanzadas con éxito. El castillo va a ser conquistado. Deben huir sin demora pero no tienen más que vacío alrededor. El señor grita la orden: ¡Seguidme!

Bajan por la Torre del Homenaje y continúan por el salón de armas hasta llegar a una de las muchas estancias privadas. Allí la guardia tiene prohibido el paso. La puerta chirría con un lamento metálico pero la puerta se abre y permite entrever una sala vacía con una puerta al fondo. Ésta es diferente del resto, pues está ricamente decorada con mitológicas figuras de oro. Los dioses y los monstruos se entremezclan, como si de la misma raza se tratara, en una composición estrambótica e inusual. La imagen se les quedará grabada en la memoria.

El señor se desprende del camafeo colgado al cuello y saca una pequeña llave. Al fin se desvela el misterio. El frío penetra la piel y la humedad eriza el vello que la cubre. No es miedo, ya que no hay tiempo para eso. Sólo es una reacción natural. Atraviesan decenas de pasillos, algunos largos, otros más cortos. Están en las mazmorras secretas. Un giro a la derecha, ahora dos a la izquierda. Tienen la sensación de dar vueltas, de no avanzar. No se acaba nunca el camino. ¿Qué distancia habrán recorrido? Por fin, una reja.

El amo, como buen cancerbero, vuelve a hacer uso de la pequeña llave. Salvados. El castillo queda atrás en el tiempo y la distancia. La entrada no es fácil de encontrar. Está construida a ras de suelo y disimulada con arbustos. La marcarán más tarde con cruces para poder regresar. Así recordarán el vía crucis que han vivido. Ahora es tiempo de buscar refugio pero fuera de la ciudad. Una batalla se ha perdido. La guerra la ganarán aquellos que tengan en la paciencia su mayor aliada.

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