Los dos amigos y la Laguna Grande de Peñalara

La Laguna Grande de Peñalara atrae a quien se baña en sus aguas con su halo de misterio ancestral. Dos amigos intentarán cruzarla una noche de verano. Uno de ellos no regresará

`De leyenda´
Por Rosa Alonso

Sus aguas congeladas durante cuatro meses al año y sus 5 m de profundidad pueden sorprender al nadador más experimentado. Por este motivo, la desaparición de un niño mientras se bañaba un día de verano, se calificó como `mero accidente´. Quizá, el  hallazgo de un viejo libro podría haber resuelto el misterio.

Comienza la aventura

«El verano está acabando y, muy pronto, retomaremos las clases. Con ellas, llegarán los aburridos sermones de los maestros, las horas de minutos infinitos y los cardenales en las manos. El Padre Ángel, profesor inflexible con los nombres y las fechas, no parece comprender que sólo el Hombre construye la Historia y que el resto son detalles.

Esta noche, la última antes de regresar, los del pueblo hemos planeado despedirnos acampados cerca de la laguna. Claro, que aún faltan horas para el crepúsculo y antes tendré que asistir al párroco en la misa. Al menos, podré coger prestado alguno de los libros que guarda en la sacristía.

Lentamente, cae la noche y sólo aparecemos en el lugar fijado los dos compinches de siempre. Los demás se quedan en casa del Sapo jugando a las cartas, por miedo a ser `castigados pa los restos´ –pandilla de gallinas-. No importa, así podremos acampar tranquilamente, que alguno más que pesado es un poco inaguantable. Como no hace frío al llegar, propongo cruzar la laguna para establecer el campamento. Voy delante para que vea que no se trata de una broma, aunque tengo que llevar el libro del párroco entre los dientes para que no se moje.

La invocación del Grimorio

Alcanzo la otra orilla sin problemas y, aburrido por la indecisión de mi amigo, leo la portada del libro: `El Gran Grimorio del Papa Honorio III´, fechado en 1760. Lo abro por la página marcada con un doblez. El título reza: `Oración de las ondinas´. Entono la primera estrofa: “Rey impetuoso y terrible del mar. Tú que tienes la llave de las cataratas del cielo y que encierras las aguas subterráneas en las profundidades de la tierra […]”.

Las palabras salen de mi boca como un cántico, mientras observo que mi amigo nada ensimismado a mi encuentro. Prosigo leyendo, aunque no soy un ducto lector, y, con cada línea expelida de mis labios, el agua parece adquirir vida, creando ondas concéntricas que se expanden hasta los márgenes.

Con la mirada, ya que no puedo interrumpir la oración, advierto a mi amigo del peligro que corre, pues parece no comprender que ha alcanzado el centro del remolino  iluminado por el reflejo de la luna, que de pronto se me antoja burlona. El final de la página se acerca y sólo puedo continuar: “Llévanos a la inmortalidad por el sacrificio, a fin de que lleguemos a ser dignos de ofrecerte un día el agua, la sangre y las lágrimas para el perdón de los errores. ¡Sálvanos!”.

Al pronunciar la última palabra, el vórtice, ahora de dimensiones imposibles, envuelve a mi amigo y le arrastra a las profundidades de la laguna. Intento correr hacia él pero, petrificado, contemplo cómo el astro lunar parece brillar con más fuerza.

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